jueves, 12 de mayo de 2011

Ceesepe / Montero Glez / Ateneo de Madrid Mayo 2011


De otro París, de otro barrio, de otra soledad.

París no existe. Tan sólo es un invento de los pintores que un buen día se dejaron caer por esta ciudad situada a 43 grados, 50 minutos y 11 segundos de latitud Norte. Debido a tal coincidencia, por este acaso que también es acierto, tenemos un París de pinceladas atentas y puntillosas y también tenemos un París a ras de suelo, un París salvaje y de pinturas apaches, quiero decir un París emputecido con navaja y liguero, un París cubierto de carteles que anuncian mujeres y baile. París ¡Oh, la la!

O peor aún: “París bien vale una misa”, famosa frase atribuida a un rey de Navarra cuando tuvo que mudarse de fe para reinar en Francia. Por lo visto cambió de religión como el que se cambia de calzoncillos. Cosas de protocolo. Con todo y con eso, hay que avisar que París bien vale una misa sólo si la misa es negra. Tanto como una de esas vírgenes a las que Henry Miller levantaba la falda. Cuentan que el escritor llegó a París armado con una linterna de espeleólogo para no perderse en lo oscuro. Las vírgenes negras es lo que tienen. Pero no me quiero despistar, lo que vengo a decir es que yo llegué a París sin mudarme de calzoncillos y con la intención de escribir sobre esta ciudad y sobre los pintores que la inventaron.

Cuando me propongo enumerar a algunos de ellos, lo primero que me viene a la memoria es un cuadro que refleja un París de techumbre y vuelo de pájaro, un París que fue pintado con la fatalidad del que nunca es reconocido en vida y sale de París y no llega muy allá. Me refiero a Vincent Van Gogh, pintor de girasoles y otros destellos que un mal día se ajustó un revólver al pecho. No fue en París pero sí en un pueblo cercano. Bang. Sin embargo todavía hay más. Más pintores y más cuadros, quiero decir. Tantos como balas, puñados que se escapan entre los dedos cuando toca ponerse a contar. Sin ir más lejos, por París pasó Gauguin cojeante, confundiendo la detonación con el pistoletazo de salida. Bang. Rumbo a su destino, hacia la otra cara del mundo. Le esperan frutas al alcance de la mano, bodegones de carne nativa y cosas así con las que volverá a París dispuesto a llenar de mentiras su bolsillo. Aún está fresca la sangre de la daga que Gauguin lleva al cinto. La misma con la que le rebanó la oreja a su amigo Van Gogh en Arles, pueblo de la Francia torera cercano a ese otro, Saintes-Maries-de-La-Mer, picado de sal y donde los gitanos dan fiestas a una virgen de piel oscura y poseída por el mismo espíritu de las vírgenes que pintó Modigliani, en su época. Sólo que las vírgenes que pintó Modigliani no eran oscuras, ni se llaman Sara, ni llevan mantillas. Fueron vírgenes, las de Modigliani, pintadas con el estómago vacío, contenidas de espíritu, levantinas, quiero decir cercanas al sol naciente y también algo famélicas pues a sus vírgenes no les tocó el reinado de Enrique IV. Más hubieran querido ellas pues hay que apuntar que Enrique IV fue rey famoso por hacer frases de almanaque que, según parece, llevó a la práctica. «Un pollo en las ollas de todos los campesinos, todos los domingos», prometió. Cuentan que fue dicho y hecho, y que cuando reinó y si llegado un domingo no había pollo, en las ollas de los campesinos franceses nunca faltaba conejo.

Ahora puedo imaginar a Modigliani, aparecer con el pelo revuelto sobre la frente y el ceño prieto, como si así consiguiera retener la imagen de una mujer que aún está por pintar. Puedo imaginarle, pasar justo por delante del café donde yo ahora escribo estos disparates, uno de esos cafés de de Saint-Germain-des-Près con vistas a las parejas que se besan en la calle y también con vistas a los patios traseros si, por curiosidad, entras al retrete y abres el ventanuco. Dentro de un marco de ropa tendida y antenas de televisión, asoma el cuadro salpicado por cáscaras de naranja que son las que ponen color al suelo. Al igual que hay un blanco manteca, un rojo pimiento, un verde pepinillo o un rubio de tortilla de patatas, los patios traseros de París siempre están salpicados por el color luminoso de este fruto agrio: la naranja. Orange, se escribe, igual que en inglés pues, según cuentan, debido a que en la Edad Media el idioma culto de Inglaterra era el francés, en inglés el color naranja pasaría tal cual como orange. Me lo creo, no puedo argumentar nada en contra pues yo no había nacido por aquel entonces. Es lo que tiene llegar tan tarde a los sitios. Pero sigamos con el patio pues, en una de las esquinas maúlla un gato y en otra hay maleta. Tiene las cantoneras gastadas y hasta ella se acerca un hombre gordo, gordísimo, que antes me pareció ver cruzando el puente. Ahora que se avecina con movimientos lentos, no es difícil reconocerlo. Se trata de Diego Rivera y la que va a su lado es Frida Kahlo. Parecen aburridos de tanta intelectualidad alrededor del arte. Da la sensación de que han llegado tarde y así se cansaron pronto de una ciudad que se inventaron otros pintores. París es lo que tiene, que entras en un retrete y te puedes encontrar a Duchamp desarmando un mingitorio de la misma manera que puedes encontrarte a Picasso metido en el Sena, hasta la cintura, con la intención de ahogar los picores de unas ladillas que se trajo de la calle Avignon.

Las imágenes se van disparando con la misma rapidez de una metralleta dispara balas. El café tan cargado tiene la culpa, pienso, mientras un camarera de aire refinado y con esa espiritualidad famélica que retrato Modigliani, se lleva mi taza. Entonces aprovecho y le pido lumbre. Ahora extiendo humo por mi memoria y mientras consumo el último cigarro de la cajetilla, sigo contando con Picasso y las ladillas, con Van Gogh y su disparo, con Gauguin y su machete, con Modigliani y su camarera, etcétera. La lista es larga y más aún si incluimos a Rousseau, el aduanero, aquel pintor que pintaba y que mentía escribiendo obras de teatro en sus tiempos libres. Porque la pintura deja mucho tiempo libre para la mentira. Es lo que tiene. Sin ir más lejos, ahí está Topor, el incorregible, con los ojos de sapo y las cejas levantadas igual a las de un flautista. Bajo el sobaco lleva una baguette recién horneada. Va dejando sus migas por el camino a través de las calles del Barrio Latino. Pero no me quiero perder con Topor ahora, pues vine a París a levantar las faldas a las vírgenes negras, como dicen que hacía Henry Miller. Y aunque no lleve linterna, alumbraré el fondo marino que las sirenas de piel oscura esconden entre los pliegues de su bata de cola. Metáforas donde los colores saltan y vuelan y perduran para los restos pues, en eso consiste el arte, digo yo, en conseguir formar parte de un espacio donde los almanaques no pasen de hoja. Van Gogh lo sabía bien, por eso decidió dejar de estar presente de un balazo. Bang. Para ser tiempo futuro.

Vengo a decir que vine a París a encontrar un tesoro. A buscar en lo oculto la pincelada secreta que movió las noches de Van Gogh y que lo llevo a estrellar sus colores en los manteles del hambre, la misma que trajo a Gauguin hasta París donde libraría su pelea interior, un salvaje dispuesto a abrirse paso entre Cristos y blasfemias, sabiendo que es posible encontrar un territorio que inspire su trazo salvaje y que le vuelva a llenar la bolsa. Son muchos los pintores que caben en París, tantos que se me escapan de las manos cuando voy a contarlos de nuevo, Con todo, hay uno que siempre se me repite y no es Van Gogh, ni Gauguin, ni tampoco es Modigliani. Anda muy cerca de Topor y a veces se pierde y no encuentra el camino de vuelta pues las migas de pan con las que su amigo le marcó el camino, se las ha comido una virgen famélica.

Se trata de un pintor que contiene a todos los pintores que un día pasaron por París pues, de la misma manera que todos los conejos del mundo caben en la chistera de un mago, puedo asegurar que todos los pintores que un día pasaron por París caben hoy en él. Eso tiene mérito, y más aún teniendo en cuenta que él nunca ha pintado París. Cuando digo esto me refiero a que nunca, que yo sepa, ha pintado un París de calendario, con la torre Eiffel como punto de partida como hizo Malcolm Morley en su día. Al contrario, ha pintado calendarios donde no se ve París aunque París repiquetea en cada una de sus figuras. El París de bandoneón y tobillo fino, quiero decir, el París donde lo mismo entra un marinero, que un barco cargado de mujeres con las piernas abiertas, deseosas de aprender el cancán. Eso es lo que distingue de todos los demás, que sus cuadros suenan. Es la música que un buen día, o una buena tarde, recogió en el Rastro de Madrid donde empezó todo en los años ochenta del pasado siglo. El sonido que pasa por la Ribera de Curtidores y que va a desembocar en el Sena, desde nos embarca de viaje hasta un mundo lleno de acróbatas, saltimbanquis, sirenas con el pubis recién besado, toreros que se calan la montera hasta las cejas para llevar a hombros vírgenes con piel morena y tobillos de gacela. Se trata de un mundo propio donde las barajas pintan en copas y donde, de vez en cuando aparece un ratoncillo que siempre se escapa por el mismo agujero. Un mundo donde, vuelvo a decir, caben todos los pintores que él recrea para después no parecerse a ninguno. Como en un pase de magia, es capaz de abrir ese ventanuco que esconden los retretes de los cafés de París y luego salir por él, al otro lado, donde se aventura a buscar esas cosas que sirven para poco o para nada y que solo cobran valor cuando él las encuentra. Lunares, mascarones de proa, manchas de tigre o de café, qué más da.

Ahora estoy en París con la intención de escribir un libro sobre él y sobre esta ciudad que cada día él se inventa desde una buhardilla cubierta de caballetes a los que se sube con la misma facilidad con la que un marinero trepa al palo mayor y divisa la costa cercana. Una tierra de mejor arena donde caben calendarios, cromos y cubiertas de discos para cantantes que sólo existen en su imaginación, como esa tal Rossy de Parla. Mujeres deseosas de aprender el cancán, el chotis o el fox trop, cualquiera sabe pues no me quiero despistar. Ya dije que vine hasta aquí a escribir un libro donde aparezcan los retretes y sus ventanucos y todos los pintores que un día decidieron abrirlos y asomarse al otro lado. Porque todos los pintores que un día pasaron por París, y llegaron al otro lado, caben en Ceesepe.

Montero Glez

1 comentario:

Sonia dijo...

¡Chapeau, Ceesepe!